La mejor defensa es un buen ataque, eso dicen algunos. Desde luego, cuando te atacan tienes que tomar una decisión entorno a tu defensa: ejercerla o no y en caso de hacerlo cómo y en qué grado.
Sin embargo aquellos que toman la decisión de que la mejor defensa es un buen ataque suelen tener varios denominadores comunes.
Algunos ejercen esta mejor defensa simplemente para evitar asumir los errores propios y para ello catalogan a los que evidencian estos errores de atacantes. Son esos que de niños acababan diciendo que la pelota era suya y se la llevaban a casa y que de mayores se enfadan con un juez porque les han levantado el chiringuito a algunos de los suyos y pretenden volver a llevarse la pelota a casa sin darse cuenta que esta vez la pelota es de todos por mucho que hayan intentado apropiarsela continuamente.
Otros que ejercen esta mejor defensa son esos brillantes impostores que ha vivido a la sombra de la casualidad y el pasaba por aquí y cuya mediocridad les aterroriza incluso a ellos mismos. Éstos se creen agredidos por aquellos que han puesto de manifiesto (aunque haya sido de manera involuntaria) la esencia mediocre del brillante impostor. Si los primeros eran esos que de niños se llevaban la pelota, éstos son de esos que directamente la pinchaban y de mayores, ante la ausencia de pelota, intentan meter directamente el dedo en el ojo de los delatores de su mediocridad.
En definitiva, todos los que eligen esta mejor defensa no son más que los que añoran aquellos tiempos en que su voluntad y sus acciones no eran expuestas a la evidencia y el juicio pues no soportan la espera del veredicto. Quizá estas acciones y ese morir matando sean la mejor prueba de esa culpabilidad congénita a su propia mediocridad.
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